Allí estaba él con su larga gabardina, sus guantes
de cuero, su sombrero y como no, su pitillo en la boca. Corría apresurado hacia
la estación, una vieja estación de tren situada a las afueras del pueblo. Era
una tarde de invierno, de esas en la que anochece pronto. El tiempo se le
echaba encima, sacó su reloj de bolsillo y vio que aún le quedaban tres minutos
para la llegada del tren.
Aminoró el ritmo llegando a la estación a falta de
un minuto de la llegada del tren. Tranquilamente accedió al andén y se sentó en
uno de sus bancos a la espera. El cielo, que lucía nublado, comenzaba a
cerrarse amenazando agua. Mientras tanto la ausencia de luz dejaba de iluminar
la estación, la cual solo tenía un par de tibias luces, cada una a un lado del andén.
Habían pasado quince minutos de su llegada y el
tren no había aparecido. Era imposible que el tren ya hubiera partido, nunca lo
hacía antes de tiempo, quizás vendría con retraso, pensaba él. Continúo
esperando y para hacer tiempo comenzó a dar paseos de un extremo a otro del andén.
La lluvia empezaba a caer y la estación no tenía ningún techado donde cobijarse.
La lluvia comenzó a apretar, y ya empezaba a
calarle las ropas, desesperado se sentó al borde del andén con los pies colgado
del mismo. Miraba a un lado y a otro de la vía, pero en ninguno se veía ninguna
luz que indicara la llegada del tren. El tiempo pasaba, la fuerte lluvia se convertía
en tormenta y sus ropas ya no admitían más agua, estaba completamente empapado.
Él, sin perder la esperanza, continuó esperando aquel
tren, un tren jamás llegaría….
No hay comentarios:
Publicar un comentario